A las 17.15 horas, el maestro Pepe Luis Vargas caminaba a paso de procesión por la calle de los Reyes Católicos, en dirección hacia el Hotel Colón, donde descansaba su torero, Juan Ortega, aquel joven que recurrió a él como última tabla de salvación.

"¿Cómo está el matador?", le pararon y le preguntaron a una hora de hacer el paseíllo en la Real Maestranza de Sevilla, ese Lunes de Feria que aparecía en el calendario con el cartel más esperado por los aficionados sevillanos. El maestro -ahora apoderado también- respondió con esa sevillanía tan auténtica: "La mar de bien".

El monólogo interior

Y es que para torear bien hay que estar bien. Sobre todo, de cuerpo, de mente y de espíritu. "El toreo es un ejercicio espiritual", dijo Juan Belmonte. Por la introspección que supone el hecho de torear en sí mismo, el monólogo interior que desvela, la seducción comunicativa que ofrece el soliloquio entre toro y torero.

Ese Lunes de Feria, Juan Ortega demostró que torea como si el tiempo fuera teóricamente reversible. En su toreo, el tiempo queda abolido y resulta siempre recuperable en la infinita memoria que lo guarda todo. Se trata de aquello eterno e inmutable donde se contienen todos los signos del mundo, aunque la fiesta de los toros sea una alusión constante a la temporalidad de la existencia (nacemos y morimos).

Un natural extraordinario de Juan Ortega en Sevilla Maestranza Pagés/Arjona

A las 20.45 horas, el torero de Triana, después de brindar su faena a Pepe Luis Vázquez Silva, ya había atrapado el tiempo con el resorte lánguido de sus muñecas de oro. Con esa forma tan gloriosa que tiene él de detener el tiempo. De atravesarlo con esa impresión de solidez que proporciona su aparente fragilidad, cimentada en la brumosidad y el compositivo de su torería, elaborada con los nutrientes del valor y el temple. Y eso es lo que lo hace mágico, único, extraordinario.

Porque ejecutar la tauromaquia más clásica conduce a la mayor renuncia posible, la que, como bien supo ver Belmonte, obliga al torero a olvidarse del cuerpo para usarlo, desnudo de instintos, como la mayor de las herramientas de expresión.

Así que la torería, ese fogonazo lento, ese sustrato profundo de la creación frente al toro, nace siempre idéntica a sí misma en Juan Ortega y en la cristalización de un estilo extraordinario de clase. Sevilla vive el gozo de un torero de tradición trianera. De las raíces más profundas. De la fragua de la Cava de los gitanos. Lo celebra hasta los extremos de su vitalidad desbordante y forma parte de él.

Entrada la madrugada, ese Lunes de Feria que ya era martes, en la caseta de Pedro Casado Martín, el maestro Vicente Ruiz 'El Soro' nos contaba con el poso de la veteranía lo bueno que había sido el hecho de esperar a un torero de ese calibre, de los pocos capaces de poner el toreo en su sitio. Casi con lágrimas en los ojos, el torero valenciano hablaba del "caviar" de las formas de Juan Ortega y lo fundamental que había sido que un torero como Pepe Luis Vargas estuviera a su lado: "A Pepe le ha partido la femoral un toro y sabe de sobra lo que supone torear así".

La faena de Juan Ortega a "Florentino", que así se llamaba el enclasado ejemplar de Domingo Hernández, atrapa al espectador y lo sumerge en un momento del tiempo. De su tiempo. De nuestro tiempo. Aunque una obra de arte es imperecedera.